Víctimas como mercancía y violencia machista como necroentretenimiento

Un video de TikTok que se viraliza muestra una escena cotidiana de domingo en Lima: una familia frente al televisor, un pollo a la brasa en la mesa, una Inca Kola y en la pantalla El Valor de la Verdad de Pamela López. Justo en el momento en que el periodista Beto Ortiz le pregunta si su exesposo, el futbolista Christian Cueva, la obligó a abortar.

En diciembre de 2011, Perú reconoció el feminicidio como delito e incorporó la figura en el Código Penal. Años después, en 2015, la Ley 30364 estableció un marco legal para la prevención, acción y sanción contra la violencia hacia las mujeres. Incluso se incluyeron obligaciones específicas para los medios de comunicación respecto a la dignidad de las víctimas. Sin embargo, más de una década después, pasamos de no nombrar la violencia hacia las mujeres a convertir sus historias en mercancía para vender audiencia. La pregunta es inevitable: ¿Qué significa para la percepción pública de las mujeres que su dolor sea consumido como entretenimiento?

La excusa de la visibilidad
Que urge hablar sobre la violencia que vivimos las mujeres, no está en discusión. Más aún en un país donde el acceso a justicia se da, si acaso, a través de un sistema patriarcal, racista y profundamente excluyente. Este escenario permite que los medios de comunicación nos vendan la visibilidad como sustituto de justicia, aunque en la práctica lo que ocurre es lo contrario: las historias de mujeres violentadas se convierten en insumo televisivo para sostener el negocio del rating.

Lo que no dicen presentadores como Beto Ortiz o Magaly Medina es que exponer casos de violencia machista les resulta rentable no solo por la audiencia televisiva, sino porque generan conversación en redes, prolongan el escándalo y amplifican la rentabilidad del dolor. Y, aunque a primera vista parezca positivo “hablar del tema”, en realidad no lo es. Porque estas historias están narradas de manera consciente para producir polémica, bandos enfrentados y escándalo mediático; no para generar una reflexión estructural sobre la violencia machista. Si se repiten constantemente no es por la intención de transformar, sino porque se trata de un recurso altamente lucrativo.

¿Qué buscamos con la visibilidad?

El periodismo que se presenta como serio y riguroso tampoco se desmarca del espectáculo. En los dominicales es común ver reportajes que exponen con detalle los hallazgos del médico legista: las heridas, la sangre, el dolor. La víctima se convierte así en un cuerpo vencido, despojado de agencia. Eso debería hacernos preguntar: ¿qué estamos buscando con la visibilidad? ¿Qué lugar damos a las víctimas en estas narraciones? ¿Qué tipo de reflexión o transformación se propone cuando la violencia se muestra bajo un guion de horror?
Porque al final, estas representaciones no problematizan la violencia estructural, sino que la traducen a un libreto con víctimas y victimarios de manual. No estamos hablando de violencia machista: estamos consumiendo un show de realidad.

El impacto de consumir la violencia como entretenimiento
Consumir la violencia machista como espectáculo construye un imaginario rígido de lo que “debe ser” una víctima. Una mujer reconocida como víctima televisiva debe generar empatía y encajar en un guion binario: el agresor malo, punible; la mujer buena, indefensa. Su
credibilidad, incluso, depende de la figura del agresor: si él cuenta con capital económico, social o académico, la legitimidad de la víctima se pone en duda.
Además, si la mujer violentada es leída como “mala víctima” —por ejemplo, si es trabajadora sexual, usuaria de drogas fiscalizadas, migrante o neurodivergente— su lugar como víctima también es puesto en sospecha. O, simplemente, no es seleccionada para
alcanzar la mediatez. Porque el mercado televisivo necesita víctimas que encajen en su guion de consumo: mujeres sufrientes que inspiren compasión, pero no aquellas que confronten los prejuicios racistas, clasistas y moralizantes de la sociedad.
El lenguaje televisivo nunca buscó mostrar la violencia machista como un problema complejo y estructural donde se cruzan clase, raza, etnicidad, sexualidad y poder. Lo que hace es reducir todo a su expresión más fetichizable: un enfrentamiento de sexos. Esa
reducción no solo simplifica, también borra las dimensiones coloniales, raciales y de clase de la violencia, despolitizando lo que debería ser una conversación sobre desigualdad sistémica.

Lo que necesitamos narrar
El negocio mediático de la violencia machista convierte el dolor en espectáculo y a las mujeres en personajes intercambiables. Frente a esto, urge disputar la narrativa: necesitamos historias que muestren la violencia no como destino individual ni como
escándalo pasajero, sino como parte de un entramado estructural que se sostiene en el capitalismo, el patriarcado y el racismo. Historias que devuelvan a las mujeres su lugar como sujetas políticas, no como cuerpos vencidos.
Porque no se trata solo de visibilizar la violencia, sino de visibilizarla con dignidad: mostrando la agencia de las víctimas, reconociendo las múltiples opresiones que enfrentan y generando conversaciones que incomoden, que cuestionen y que transformen. Lo contrario —seguir mercantilizando el dolor— no es periodismo ni activismo: es necroentretenimiento.

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